Por Arturo Soto Munguia
El horno, ciertamente no está para bollos. Hay cifras espeluznantes de personas desaparecidas en todo el territorio nacional. Hay estampas cotidianas donde aparecen los muchos grupos de ‘madres buscadoras’ paleando en el monte con la esperanza de hallar a sus hij@s, familiares o amigos que un día estuvieron y al siguiente ya no.
Hace muchos años me tocó cubrir la desaparición de un geólogo en el desierto de Altar. Lo hallaron muerto en un pozo, donde el guardia de un rancho echó su cuerpo después de que al muchacho, que se dirigía a una mina en aquellos lares se le ponchara una llanta de su camioneta y llegara allí a buscar auxilio. El guardia estaba tomando, lo invitó a jugar cartas y por alguna razón, discutieron y lo mató. La camioneta jalaba un remolque con una cuatrimoto que después fue localizada en San Luis Río Colorado, y fue la pista para dar con el asesino.
En la búsqueda del malogrado profesionista se realizó el operativo más grande que se halla documentado en América Latina. Más de 300 personas avanzaban en cordón por las arenas del desierto hurgando en ellas con palos y varillas. No lo hallaron a él, pero encontraron cientos de osamentas de otros muertos.
El joven desaparecido no tenía vínculos con grupos del crimen organizado ni relaciones peligrosas. Al contrario, era un tipo muy apreciado en el gremio. Digamos que, de acuerdo a las cifras oficiales manejadas por el gobierno del estado actualmente, según las cuales el 97.2% de las víctimas de homicidio doloso ‘se esmeraron en el transcurso de su vida en crear un entorno de riesgo’, el joven era parte del 2.8% que no entra en ese supuesto.
Este caso ocurrió hace unos 20 años, y desde entonces a la fecha siguen muriendo y desapareciendo personas en aquella región del desierto, pero también en la sierra, la costa, los valles y las zonas urbanas. Concediendo que la mayoría de ellos andaban ‘en malos pasos’, la realidad nos escupe a la cara cotidianamente para recordarnos que a cualquiera le puede tocar el lugar y el momento equivocados.
No es gratuito que cuando alguien desaparece por uno o varios días, su familia reporte el caso a las autoridades y se emitan las alertas correspondientes. El punto es que ya se están volviendo frecuentes los casos en que las personas desaparecidas lo hicieron por voluntad propia: se fueron de fiesta, huyeron con la novia o el novio o simplemente se les hizo fácil ‘perderse’ del radar de sus familiares por la razón que guste y mande.
El pasado16 de enero, Emigdio Lorenzo ‘N’ desapareció en la sierra de Sonora, una región donde opera cualquier cantidad de personas relacionadas con el crimen organizado. Emigdio es chofer de un tráiler, que fue localizado en estado de abandono cerca de Yécora, un municipio enclavado en las colindancias de la sierra entre Sonora y Chihuahua.
Su hija apareció en redes sociales pidiendo -a llanto abierto- ayuda para su localización. El video se hizo viral por lo desgarrador del testimonio, que muchos compartimos como mínima contribución al sentido llamado de la muchacha.
Ayer, las autoridades lo encontraron hospedado en un hotel del centro de Yécora, sano y salvo. Entrevistado por los agentes, Emigdio Lorenzo reveló que su vehículo sufrió un desperfecto mecánico y mientras trataba de repararlo, se tomó un tiempo para ir a comer a un restaurante de San Nicolás, el pueblo más cercano. Allí hizo contacto con unas mujeres con las que decidió viajar a Hermosillo. Nunca avisó a su familia que, obviamente, reportaron su desaparición temiendo lo peor.
Escapando a la tentación de los prejuicios, cualquiera podría suponer que las mujeres con las que contactó el señor sean misioneras de alguna congregación religiosa y lo mantuvieron durante seis días en un retiro espiritual, lo cual suele ocurrir con mucha frecuencia (¿?).
Otra posibilidad es que ya estando en aquella fonda chiquita que parecía restaurante se haya ido a comer unos tacos porque ya le andaba de hambre y, contactadas que fueron las muchachas, se le olvidaron los tacos y decidió perderse vaya usted a saber por qué vericuetos de las relaciones interpersonales.
Lo cual es, por supuesto, también muy respetable.
Pero ya seis días perdido ponen a pensar a cualquiera, sobre todo en el contexto de inseguridad, desapariciones, levantones y homicidios que estamos viviendo. Es natural que su familia se preocupara, reportara su desaparición y nosotros replicáramos la denuncia porque en esos zapatos -en los de la familia- nadie quisiera estar.
Suponiendo sin conceder, como dicen los abogados, que el señor se fue a un retiro espiritual o a una orgía, lo menos que podría hacer es avisar a alguien y ahorrarle la angustia a sus familiares.
Pero en la vida real las cosas no son como quisiéramos. Por puro instinto periodístico, pregunté a mi señora esposa qué haría si un día desaparezco sin avisar y a la siguiente semana aparezco después de movilizar a las autoridades en labores de búsqueda, diciendo que ‘contacté’ a unas mujeres y me fui con ellas.
Su respuesta, admonitoria, explica por qué alguna gente prefiere mejor no avisar si se va a tirar a perder unos cuantos días: “Uy, anímate, cabroncito, y te voy a cortar el pito en rebanadas de manera que vas a preferir mejor seguir en condición de desaparecido”.
Ahí está el dilema entre avisar y no avisar…