De vez en vez la ciudad es sacudida por la tragedia. No las inevitables o azarosas, que suelen confundirse entre la casualidad y el destino; el momento inoportuno y el lugar equivocado, pero enlutan los hogares y causan el mismo dolor que las otras, las predecibles, las que así, como al desgano se van acumulando en agravios, líos, gritos y empujones; amenazas alimentadas en rencores que nadie ve, o que todos fingimos no ver.
Esas que nos estallan en la cara para recordarnos el abandono, la soledad, la angustia, la depresión, los estados alterados de conciencia que son a la vez causa y efecto de una realidad que de vez en vez nos toma de las solapas y nos zarandea para abrirnos los ojos y los oídos a los gritos de auxilio que se ahogan entre el ruido de las propias cotidianidades, el desdén por el entorno, la normalización del desprecio por las otredades.
O peor aún: la falsa romantización de una sociedad que ya no existe sino en los recuerdos sepia de un pasado bucólico en aquel pueblito sencillo de agendas compartidas, autogestión de conflictos menores y respeto a la autoridad y a la vida como regla, no como excepción.
¿Qué tuvo que pasar para que un hombre asesinara a balazos a sus tres hijos y luego se disparara acabando con su propia vida, sumiendo en el oscuro y pesado drama a su pareja, la madre de los menores?
Es difícil precisarlo, pero esto que ocurrió ayer en Hermosillo es algo más que un llamado de alerta: es una sonora bofetada a lo que estamos construyendo desde una sociedad disfuncional y poco solidaria, y un gobierno al que no le alcanzan sus políticas públicas para cubrir esos frentes donde cotidianamente se libran batallas personales, familiares que de vez en vez, derivan en tragedias tan dolorosas como esta.
No es en la añoranza por aquel pasado apacible donde hay que buscar soluciones, sino en el presente despiadado y caótico, en su reconocimiento como tal para reflexionar sobre lo que estamos haciendo en lo individual y en lo social para que estas historias no se repitan.
II
La otra desgracia de Hermosillo está en su propia paradoja. Enclavada en medio del desierto, la ciudad y sus habitantes pasan los días y los meses clamando al cielo por agua, y cuando esta llega lo desquicia todo.
Hace apenas un par de semanas, las autoridades del ramo anticiparon que de continuar la sequía, Hermosillo tendría abasto solo para los siguientes 25 días. Se anunció incluso un bombardeo de nubes con yoduro de plata para provocar las lluvias.
El sábado anterior un torrencial aguacero azotó la ciudad, inundó colonias y anegó sus calles; los arroyos bramaron, bardas y árboles fueron derribados. Dos personas murieron, un hombre ahogado dentro de su auto al intentar cruzar el paso a desnivel del bulevar Encinas y una mujer que sufrió una descarga eléctrica en su casa.
El saldo fue trágico pero no quedó ahí. En los días subsecuentes hemos visto de nuevo las calles destrozadas y llenas de baches que son ya parte del paisaje citadino y un verdadero dolor de cabeza para los automovilistas.
La lluvia se volvió a llevar el pavimento cosmético con el que suelen recubrirse las calles, siempre diciendo que esta vez los materiales sí son de calidad y que las obras tendrán larga duración. Y hoy, como ayer, los resultados están a la vista.
Lo peor es que estas escenas se repetirán hasta la náusea cada vez que llueva, por la sencilla razón de que la infraestructura urbana de la capital, incluso su planeación del crecimiento no están diseñados para soportar precipitaciones ordinarias, mucho menos otras que, como la del sábado, alcanzó niveles no registrados desde hace 36 años.
Repartir culpas es lo más sencillo. Acusar a ésta o anteriores administraciones puede resultar catártico, pero completamente inútil para resolver un problema que no se atendió ni siquiera cuando había recursos millonarios para obra pública, mucho menos ahora que el presupuesto tiene otras prioridades, básicamente la dispersión de miles de millones de pesos en programas sociales.
La actual administración municipal celebró ruidosamente haber conseguido 500 millones de pesos para pavimentación el año pasado; un anuncio hecho por el mismo presidente de la República un año antes, cuando también anunció un monto igual para Cajeme.
Finalmente a Hermosillo le llegaron poco más de 250 millones de pesos y a Cajeme nada. Con esos recursos poco se pudo hacer. Algunos cruceros se reconstruyeron con concreto hidráulico, se pavimentaron algunas calles y se emprendió un intenso programa de bacheo.
Pero todo eso es insuficiente para una ciudad a la que le urge el drenaje pluvial y la pavimentación con concreto hidráulico, lo que a su vez requiere no cientos, sino miles de millones de pesos que no se ve de dónde puedan salir.
Entre octubre y noviembre próximos estaremos asistiendo a la reedición de un debate en la cámara federal de diputados, a propósito del presupuesto para el año siguiente y lo más probable es que, como en los dos años anteriores, nuestros legisladores y legisladoras federales no modifiquen sustancialmente la propuesta presidencial, que de nuevo tendrá como prioridades sus proyectos estratégicos en el sureste y en el centro del país, así como los programas de Bienestar.
Con los años, la historia dirá si esto fue correcto o no, pero por lo pronto, los electores ya lo hicieron y consideraron que esos criterios de política presupuestal son los mejores y por ellos votaron.
Los nuevos alcaldes y el gobernador electo tendrán que echar mano de mucha creatividad y capacidad de gestión para al menos detener el deterioro de las ciudades, ya no digamos para proyectarlas rumbo a la modernidad, la funcionalidad y la seguridad.
Dentro de un año estaremos volviendo sobre este tema.