Por: Arturo Soto Munguía
El verano de 2005 fue uno de los más horribles que se recuerden en Hermosillo. La ciudad se quedó sin agua y entonces comenzó a racionarse el suministro de manera que en la mayor parte de la ‘capital del noroeste’ al abrir la llave salía solo el chasquido del aire que movía los medidores. Es decir, que también se cobraba.
Ya hace 17 años de aquellos episodios tomados a chunga hoy, en que nos bañábamos como los mosquitos, pegados a la pared, acopiábamos los ahorros para comprar un tinaco o en un desplante de opulencia fifí que incluso ahora resultará extravagante para algunos, llegamos a usar un garrafón de agua purificada para el aseo personal.
Así fuera un ‘baño vaquero’ que, para referenciar a los desconocedores, digamos que consiste básicamente en lavarse el pescuezo, los sobacos, las patas, el culo y sus zonas adyacentes.
No quiero asustarlos, pero desde hace unas semanas, en varias zonas de la ciudad se comienza a sentir una disminución en el suministro de agua.
Las noticias que llegan no son alentadoras. La presa El Novillo, de donde tuvo a bien robar agua ese santo varón llamado Guillermo y apellidado Padrés se encuentra tan seca, que las ‘tomas’ (esos tubos de donde se extrae el agua) ya no pueden ‘jalar’ sino aire.
También me tocó reportear ‘in situ’ esa magna obra de ingeniería (eufemismo que se ruboriza para esconder el atraco de más de tres mil millones de pesos ¡tres mil millones de pesos!) y observar los megatubos sumergidos en el agua de El Novillo, que se prolongaban cerro arriba y luego bajaban por kilómetros y kilómetros para llevar esa agua a Hermosillo.
‘El Novillo’, y ‘El Oviachic’ por consecuencia andan hoy por el 20% de su embalse y lo peor es que no llueve en Sonora. Es la hora de ponerse serios y no apelar a la sobrepoblación de ‘putos’ en Guaymas y otras sandeces que pueden resultar cómicas en algún momento, pero no ahora.
Hermosillo no tiene agua y Ciudad Obregón tampoco. El acueducto fue un negociazo para los mismos, incluyendo a esos que ahora levantan la mano como alternativa ante el mismo caos.
En aquel entonces hice una crónica que pudiera parecer apocalíptica, pero 17 años después recobra vigencia porque otra vez estamos a punto de quedarnos sin agua, de bañarnos como mosquitos pegados a la pared o de buscar cualquier recipiente para almacenar algo con qué lavar los trastes. O el cabello, o el sobaco o algo.
Ahí les va. No quiero buscar culpables, porque las víctimas podemos ser tod@s doña María Antonia, esa señora que le da vida al periodismo a ras de tierra, que jamás morirá bajo el fardo de los ‘datos’, siempre tan coquetos con el poder en turno.
II
Va la crónica:
Hace diez años que a doña María Antonia la alberga la misma casa, construida con lo que hace un día fue lámina negra y hoy tiene el color del desconsuelo.
En los veranos de Hermosillo, esas láminas suelen ser utilizadas como referencia para ilustrar las bondades del clima. Sobre ellas, aseguran, se puede guisar un huevo a eso del mediodía, y a lo mejor es cierto.
María Antonia Armenta, se llama y tiene 76 años. En los últimos diez ha sido -como el resto de sus vecinos en La Alborada-, nopales que los políticos van a ver, sólo cuando tienen tunas. Digámoslo más claro: votos.
Pero en estos días no tienen ni tunas, ni votos ni agua.
Bueno, agua nunca han tenido. Ni drenaje. La energía eléctrica llega a algunas casas a través de una maraña de cables que cuelgan a baja altura, enredados en árboles y postes improvisados.
A doña María se le ha venido el mundo encima desde hace cinco meses, fecha en que víctima de un aneurisma, falleció su hijo mayor, empleado de maquiladora. Tenía 40 años y era el sostén económico del hogar donde vivía junto a su madre y su hermano menor, de oficio albañil.
El muchacho le ayuda desde entonces con un poco de dinero. 150 pesos a la semana, según comienza a platicar, cuando ni siquiera parecía que de sus ojos grises podría brotar más llanto.
«Imagínate. Te voy a decir la verdad, un tambo de estos vale 150 pesos, a eso nos lo venden; entonces si compro el tambo, me quedo sin comer en toda la semana», dice la señora tratando de cubrirse del sol con una mantilla que parece gajo de cebolla.
Por eso no ha podido comprar un tambo para guardar agua, ahora que de plano las ‘pipas’ han espaciado sus visitas a la colonia, debido a que el racionamiento impuesto por el gobierno municipal las trae ocupadas día y noche, repartiendo agua en las zonas más afectadas.
«El agua se nos enlama porque la ‘pipa’ dura muchos días sin venir, y tenemos que pichicatearla, no vaya a ser que no venga y nos quedamos secos», explica mientras pone su mano en el filo de un tambo que alguna vez fue de 200 litros, pero el óxido ya lo lleva a la mitad.
En su casa, como en muchas otras de la colonia Alboradas, tampoco hay agua y los vecinos carecen de recipientes adecuados para almacenarla.
La guardan en contenedores de los materiales más dudosos, que tapan con tablas, pedazos de sillas o cualquier otra cosa. Ni pensar en un tinaco. Muy escasos vecinos cuentan con uno de ellos y su situación es verdaderamente complicada, ya que en toda la colonia hay una o dos llaves para abastecer a todos.
Y es que durante 20 horas al día, más de la mitad de la población hermosillense se queda sin suministro de agua potable.
A doña María Antonia eso le tendría sin cuidado, pues nunca ha tenido el servicio de agua en su casa, y desde hace diez años va y viene cargando sus cubetas para llenar sus tambos, incluido el oxidado.
Hace cinco meses, un aneurisma mató a su hijo mayor y desde entonces «todo se me ha venido encima, todas las enfermedades», dice, citando una larga lista de achaques y males que comienzan con la diabetes.
«Esta es la casita donde vivo, si quieren pásenle para que vean la pobreza», dice, como tratando de convencer a los reporteros, del infierno que vive bajo esas láminas que en un tiempo fueron negras.
Un tormento que hasta hace poco le tocaba de a menos, porque lo compartía con su hijo, el mayor, el sostén económico, el que murió hace cinco meses… el que desborda de llanto los ojos grises y entrecerrados de doña María Antonia, que aprieta en su boca la mantilla, como para no desgarrarse toda por dentro.
«Ya hemos ido a pedir tinacos, pero no nos hacen caso; hemos ido al Ayuntamiento, a esa otra parte donde dicen que están dando (tinacos); hemos ido a todas partes pero nadie nos escucha», prosigue, sollozante.
Pero ya no puede ir al centro. Su salud se fue hasta el suelo en las últimas semanas; está enferma y caminar le cuesta mucho trabajo.
Sobre todo en las accidentadas y calcinantes calles de su colonia, una más de las 200 a donde el agua no llega, por disposición de la presidenta municipal, que cada vez parece más confundida, errática y desinformada con respecto al problema.
De la alcaldesa se acuerda doña María Antonia, cuando habla del tandeo:
«Todo se me vino encima; yo no sé de qué partido sean ustedes, pero si son del PAN, díganle a esa señora que con esto, me ha quitado la vida», dice sollozando.
Alguien debería venir a decirle, mirando a los ojos de María Antonia, que el problema del agua sí se va a resolver, pero hasta el verano que entra.
Justo cuando hay elecciones, por cierto.