Por Arturo Soto Munguía
Originalmente se llamaba ‘Lucky’, que en traducción libre es como ‘suertudo’.
Y lo fue desde antes de llegar a la casa con la timidez que lo ha acompañado hasta ahora que partió, con la mirada gris, la colita permanentemente entre las patas y con la suerte de ser sobreviviente de los episodios más azarosos, divertidos y violentos.
Su historia se remite a la nada, porque de la nada apareció. De la casualidad o de esos juegos del destino que suelen bromear con el tiempo, el espacio, la circunstancia y los protagonistas.
Era, a pesar de su timidez -y eso lo descubrimos después- un garañón en miniatura.
Cojelón con cara de payaso triste, aunque pensándolo bien quizás eso le ayudaba en las conquistas. Porque los tristes tienen esa suerte: siempre habrá alguien que los abrace, aunque no sepa que el triste esté preparando el chilito rojo para una salsa, un vallenato, una cumbia o cualquier cosa que se traduzca en sabrosura.
Llegó a casa así, desde lo inesperado, desde la casualidad o lo improbable. Desde el azar o la suerte, buena o mala, ya se sabrá.
II
Hace diez años y vistas las obvias desazones del celo que traía a maltraer a La Camelia, única heredera hasta ese entonces de todo aquello que alcanzara su mirada en los improbables territorios del reino y feudos adyacentes, fue que decidimos buscarle una pareja.
Lo hicimos.
No faltaron prospectos porque hasta ahora, con su tercera edad a cuestas La Camelia camina en coquetos saltitos y contoneos aristocráticos como si su vida dependiera de la elegancia con que va por el mundo como en una pasarela de Chanel, o la alfombra roja o alguna de esas parafernalias de culto donde suelen coincidir quienes tienen la vida resuelta para las generaciones que les precederán hasta el infinito.
Con esa grácil figura y esa dote, llovieron peticiones de mano que, como se sabe, ocultan el verdadero interés pues en esos casos, la mano es lo menos interesante.
(Recordemos la historia de aquel muchacho que llegó con el papá de la novia a pedirle las nalgas de su hija. Obviamente el papá se encabronó y le exigió que corrigiera, que la mano era lo que debería pedir, a lo que el avispado muchacho respondió: “No, jefe, lo que quiero son las nalgas, manos para jalármela ya tengo).
Bueno, luego de esta breve digresión cultural, sigamos con la historia de El Emilio.
La primera que me la pidió -nada tonta-, para preservar la alcurnia, fue una amiga que tenía un machito de no malos bigotes. Pinto de blanco con café, guapo y sano. Pero como suele suceder con los guapos y sanos, traemos siempre muchos pedos emocionales y El Roberto -que así se llamaba- no tenía más vida que dar vueltas y vueltas en pos de su propia cola, arrancándose a mordiscos pelo y piel hasta dejársela en carne viva.
La Melanie Juanz me pidió a La Camelia para ver si con ese cromo de postal, El Roberto agarraba talento y se calmaba.
Pero no. El Roberto siguió rasurando a mordidas su cola como si no tuviera a nadie más cerca y La Camelia volvió a casa igual de aristocrática y virginal como se fue, pero ganosa porque la hormona tiene sus propios tiempos y designios.
III
Nos llamó otra amiga. Tenía un Chihuahua macho y quería emparentar. Como el mundo canino permanece aún refractario a todo ese bagaje de la igualdad, la equidad y las cogiditas con perspectiva de género, se sabe que para un mejor apareamiento la hembra debe ser llevada al territorio del macho.
Se la llevamos.
La Camelia pasó unos días allí, hasta que nos habló, bastante compungida e inconsolable la dueña del otro guapo para darnos la noticia: amaneció muerto.
De las causas ni pregunten, simplemente se murió y se quedó así, con la ausencia y la rigidez impasible con que se quedan los muertos.
Con la pena y todo, La Camelia regresó a casa, quintita por supuesto, dejando atrás la estela de una tragedia y una muerte que hasta la fecha no ha sido explicada a cabalidad.
La dueña del occiso no tuvo consuelo y la vida, como al de la Paloma Negra josealfrediana, nomás se le iba en puro llorar.
Compadecida, una tercera amiga le regaló un cachorro a la señora. Chihuahua también, para que encontrara consuelo en otros ojos, en otra compañía.
Pero se sabe que el amor cuando es del bueno no admite relevos. Y como la señora no quiso correr el natural riesgo de volverse a encariñar con otro animalito que quién sabe cómo venga, decidió que El Lucky -como se llamaba- estaría mejor con nosotros y en un descuido, hasta podría descubrir el misterio de los malogrados novios de La Camelia, que para entonces comenzaba a cobrar fama de femme fatale.
Así llegó El Emilio a la casa. No se llamaba así, pero como sería el novio de Camelia La Texana, a huevo tendría que llamarse Emilio Varela y así lo bautizamos a sabiendas del riesgo que corría por aquello de los siete balazos en un callejón oscuro, las cuatro llantas repletas de mariguana y todo ese desmadre del que nunca más se supo nada.
IV
El Emilio no era un perro normal, si es que la normalidad existe en un mundo normado por la anormalidad.
Como era de esperarse, su carita triste conquistó a La Camelia y tímido y todo le pegó un cogidón del cual salieron dos princesas. Una se quedó en la bolsa amniótica y murió ese mismo día.
La otra sobrevivió y la llamamos Holanda porque nació el 29 de junio de 2014, justo el día que Robben se tiró aquel épico clavado en el área chica de México, convirtiendo un penal inexistente en el gol que nos dejó fuera del Mundial y del sueño eterno de llegar al quinto partido. No era penal.
De la Holanda hay otra historia, pero esta es la de su papá.
V
A veces le llamábamos Emilio y a veces ‘Ala cerrada’, debido a esa extraña fijación que tenía por correr como loco cada vez que estaba frente a una puerta.
Lo hacía con esa destreza y agilidad de los jugadores de futbol americano que encuentran el mínimo resquicio para horadar la línea defensiva y por allí se cuelan como alma que lleva el diablo.
Agazapado, El Emilio seguía nuestros pasos, tomaba su posición, veía la oportunidad y cuando menos lo esperabas ya estaba del otro lado. Adentro o afuera, le valía madre porque era su diversión y su impronta.
Su vida era cruzar las puertas. Hacia adentro o hacia afuera. Sigiloso, caminaba detrás de cualquiera en la casa, porque sabía que alguna puerta se iba a abrir. Y en cuanto eso pasaba, corría con la velocidad de Gronkowsky, ya para acarrear un balón, ya para recibir un pase, aunque El Emilio ni acarreaba balones ni esperaba pases ni nada, nomás cruzaba puertas.
Así era El Emilio. Siempre lo lograba, siempre ganaba. No sabía qué, pero ganaba. Cruzaba las puertas como una exhalación, un rayo veloz, una cosa rápida. Para adentro o para afuera no le importaba, su misión era ganarle a la puerta.
Siempre alerta acechaba el momento. Y si se abría o cerraba una puerta, corría hecho una raya para cruzar ese espacio y ese momento. No le interesaba el destino, lo suyo era correr y ganarle a las puertas. Y siempre ganaba. Siempre estaba del otro lado, aunque a veces se pasara horas chingando porque se quedó encerrado.
Así le ganó una vez a la puerta de la cochera y salió a la calle hecho la chingada sin que nos diéramos cuenta.
La calle, ay, la calle, ese universo hostil que El Emilio, avezado acumulador de yardas entre el patio y el pasillo; entre el pasillo y las recámaras; entre la cochera y la sala, no conocía.
Y en la calle fue que se encontró con de patas a hocico con un perro mucho más grande y fuerte. Culero, además.
El Emilio, que poco socializaba en el barrio porque su vida era correr y correr ganándole a las puertas dentro de la casa, se la hizo de pedo.
El otro animalito no andaba de buen humor, le tiró una tarascada y lo prendió entre sus fauces. Lo levantó en vilo, lo sacudió como hoja que lleva el viento, le dio contra el pavimento como si de una bolsa de hielo del ocso se tratara y cuando ya no se movía lo dejó ahí, tirado en la calle con el pecho en flor, literalmente.
Lo abrió en canal.
Al Emilio se le podía ver el corazón y en el desacompasado y frenético concierto de latidos y de sangre, sus ojos de payaso triste estaban más tristes y asustados que nunca.
Todo fue muy rápido. Mi hijo lo envolvió en una toalla, lo subió a su carro y arrancó como loco a una clínica veterinaria, la más cercana.
En la carrera, los agentes de una patrulla de Tránsito Municipal hicieron sonar la sirena para detenerlo por exceso de velocidad. El Alí se detuvo, un agente bajó y se acercó a la ventanilla del carro, con la boleta de infracciones en la mano y el esmeril afilacolmillos en la otra, con la esperanza de que mínimo, un quinientón iba a sacar esa mañana.
El momento fue climático. El agente se asoma a la ventana del carro con la rutinaria paciencia de quien hace eso todos los días y al menos en dos de tres, pasa a chingar gente con el clásico: “¿Sabe por qué lo estoy deteniendo?”.
Pero lo primero que vio fue al Emilio con el pecho abierto y sangrante, con el corazoncito latiendo afuera de su piel. Y entonces sucedió lo inesperado. El agente corrió a su patrulla, prendió la sirena y escoltó a mi hijo hasta la clínica. Hay motivos para mantener la fe en la humanidad.
En la clínica lo recibió la doctora veterinaria. No dio esperanzas. “Viene muy mal”, dijo.
Pues hagan lo que puedan, atinó a decir mi hijo.
Y ahí se quedó El Emilio siete días con sus siete noches hasta que volvió a casa. Vendado del pecho durante un mes, fue el objeto de todas las chipilonerias. Hasta dormía en nuestra cama, el cabrón.
Luego volvió a las andadas, pero ya no fue el mismo.
VI
Se llamaba Lucky, luego Emilio, pero le decíamos Ala Cerrada. Después del ataque del otro perro, le llamamos El Renacido porque ni Leonardo DiCaprio regresó tan milagrosamente después de cruzar los umbrales ignotos de la muerte.
Pero ya no fue el mismo. Su pata izquierda trasera quedó paralizada. Ya no le ganaba a las puertas y le endilgué el quinto apodo: “Pata de ala”, porque corría muy chistoso con tres patas a toda velocidad y la cuarta nomás le volaba tiesa en el aire.
Así pasaron muchos años y luego comenzó a enflacar. Se quedó en los puros huesos. Le resulto un tumor en el pecho y de aquel valiente caballero que no tenía más armadura que su cara de payaso triste y sus veloces extremidades para devorar distancias dentro de la casa cruzando puertas ya no quedaba nada.
Deambulaba con la cabeza gacha, se le cayeron los dientes y solo le quedaron los cuatro colmillos. Como era un espectáculo de negro humor involuntario verlo intentar comer croquetas, lo empezamos a alimentar con papillas hechas en casa y hasta con ‘Gerber’, pero nunca se recuperó.
Ayer las fuerzas lo abandonaron. Se negó a levantarse en la mañana y no quiso probar bocado. Simplemente nos miraba con sus ojos de payaso triste más triste que nunca.
La idea de ‘dormirlo’ ya se había discutido varias veces pero nadie quiso tomar la decisión. Incluso esta vez la postergamos.
-Si en la tarde sigue igual, no hay opción, dijimos.
No hubo necesidad. Horas después El Emilio se quedó quieto para siempre.
O quién sabe, porque quizás corrió a quién sabe dónde, a donde vio una puerta abierta y corrió, como alma que lleva el diablo, con su pata de ala, con su cuerpecito en los puros huesos y la cruzó, como una exhalación, un rayo veloz, una cosa rápida. Ganando, como siempre.
Bueno, sí sé a dónde da esa última puerta que cruzó volando, porque ahora descansa a un lado de su otra hija, debajo de la ceiba.
Adiós, Emilio.