por Arturo Soto Munguia
Visto el rumbo que están tomando las cosas en este México con hambre y sed de la mala, definitivamente ha llegado el momento de tomar aire, poner los brazos en jarras, echar la mirada al horizonte y, soltando un largo suspiro, concluir que vale más tomarse unos días para darle oportunidad al ocio creativo que en muchas ocasiones, no me lo va usted a creer, lo único que crea es cierta irritación en la zona escrotal derivada de horas y horas de rascársela con fruición.
Pero a estas alturas, vale más eso que correr el riesgo de personificar involuntariamente el viacrucis de nuestro señor Jesucristo, y quedar por allí tasajeado por unos niños macheteros o con una diarrea crónica degenerativa como la que sufre hasta hoy un funcionario público estatal a quien se le ocurrió viajar por carretera a Mazatlán, solo para ser despojado de todas sus pertenencias por un grupo de sicarios que los dejaron a pata en medio de la nada, pues les quitaron hasta el camionetón oficial en que se trasladaban a aquel puerto por motivos de trabajo.
Les fue bien, a dios gracias.
Al que no le andaba yendo nada bien es al cantante de narcocorridos conocido como Luis R. Conríquez, que debería considerar seriamente la posibilidad de ir a Catemaco a hacerse una limpia.
El señor Conríquez, de quien supe gracias a su compadre Abraham Mier, alcalde de ese apacible y bucólico pueblecillo enclavado en la paradisiaca región del desierto de Altar se me perdió del mapa desde aquel año en que su compadre lo invitó a cantar las epopeyas de mafiosos que le han dado fama y fortuna, en las fiestas del pueblo. Como se trataba de un evento institucional, al alcalde le leyeron la cartilla y le mandaron decir desde Palacio de Gobierno que no podía ir por la vida firmando como alcalde y al mismo tiempo promoviendo la apología del narcotráfico, pues en aquella ciudad el bollo no está para hornos… ¿o cómo era?
El caso es que, emputado porque le prohibieron el concierto, el alcalde decidió cancelar todo el evento anual conocido como las Fiestas del 6 de Abril, pero como se quedó con una espinita clavada, convenció al cabildo de que una calle del pueblo debería llevar el nombre de su compadre, lo cual fue aprobado. Claro, tampoco pudo concretar tal cosa porque de nuevo lo pararon en seco.
El señor Conríquez se fue con su narcomúsica a otra parte y supongo que anduvo por el mundo derrochando talento y deleitando a los amantes de ese género que hoy no pasa por su mejor momento, sobre todo después de que un grupo cuya existencia tampoco conocía, llamado Los Alegres del Barranco tuvo la genial idea de ambientar un concierto en el auditorio de la Universidad de Guadalajara cantando el corrido del ‘Señor Mencho’, una bonita pieza musical titulada ‘El dueño del palenque’, proyectando además varias imágenes del famoso narcotraficante y jefe del Cártel Jalisco Nueva Generación, Nemesio Oceguera Cervantes.
El ‘escandaloso suceso’ llegó hasta la mismísima presidencia de la República donde todavía no terminaban de echarle tierrita al asunto del Rancho Izaguirre, un campo de entrenamiento de sicarios en Teuchitlán, Jalisco, cuando ya los Alegres del Barranco hacían su aportación al ‘timing’ político en estos días cuando la CIA, la DEA, el Departamento de Estado y el mismísimo Donald Trump tienen la lupa puesta en territorio mexicano, del que han dicho está dominado en dos terceras partes por el crimen organizado.
Pues ahí tienen que la presidenta convocó a los cantantes de narcocorridos, corridos bélicos, tumbados y otros géneros apologéticos de la vida y obra de los criminales, a moderarse. No es un acto de censura, dijo, al tiempo que presentaba a un cantante en la mismísima mañanera, que entonó un bonito corrido tumbado con una letra que ya hubiera querido Álvaro Carrillo para un domingo de inspiración.
No sé ustedes pero a mí se me dificulta imaginar a los exponentes de ese género musicalizando los poemas de Jaime Sabines o de Pablo Neruda y, al parecer, a la gente que acudió a un palenque en Texcoco también se le dificultó, porque cuando el señor Conríquez les comunicó que no cantaría sus corridos bélicos pero en su lugar se pondría romántico, lo que siguió fue el infierno.
La turba enardecida se le echó encima, rompió butacas, saltó al ruedo, destrozó los instrumentos musicales, pateó lo que pudo, arrojó cualquier cantidad de cosas y armó una rebambaramba de la que increíblemente no hubo pérdidas humanas qué lamentar.
El episodio mueve a la reflexión en todos los sentidos y en múltiples planos, pero como ahorita ya andamos muy ocupados reflexionando sobre los misterios de la resurrección de nuestro señor Jesucristo, no hay mucha chance de reflexionar sobre los misteriosos destinos de la narcocultura y mucho menos en el de todos aquellos narcocantantes que quizás terminen en el coro de alguna iglesia. Sí Chuy.