EL ZANCUDO | CONTRASTES

Por Arturo Soto Munguía

El escenario nacional bien podría ser el espejo en el que deberían verse los gobiernos locales, acaso como un ejercicio de contrastes que diera pie a la ponderación del arte de la negociación sobre la política del todo o nada.

En Sonora, por ejemplo, aparece seria la denuncia de la diputada local Natalia Rivera en el sentido de que las iniciativas de Movimiento Ciudadano comenzaron a desecharse sin discusión y sin miramientos a partir de que su bancada escaló los posicionamientos críticos hacia el gobierno estatal.

Morena y sus aliados en el Congreso no tienen el más mínimo problema para, apoyados en su sobrada mayoría calificada, aprobar o rechazar lo que a sus intereses convenga. Intereses legítimos, hay que decirlo, y de los cuales hace uso en el también legítimo ejercicio del gobierno que el electorado les confió en las urnas.

Pero por ejemplo, Rivera Grijalva presentó ayer una iniciativa interesante que busca prevenir delitos sexuales a partir de un registro de personas encontradas culpables de agresiones sexuales, lo que permitiría además agilizar investigaciones en ese delito, que en Sonora se ha incrementado 18% en los últimos años y ha colocado a esta entidad en el deshonroso segundo lugar en llamadas de emergencia relacionadas con incidentes de abuso sexual.

La diputada teme que en esa lógica de mandar a la ‘congeladora legislativa’ sin análisis ni debate, cualquier iniciativa solo por ser presentada por la bancada de MC, privando así a la sociedad sonorense de mecanismos para abordar los delitos sexuales, su prevención y persecución.

En descargo de Morena y sus aliados, hay que decir que están viviendo sus momentos estelares, ejerciendo el poder sin contrapesos y pueden darse esos y otros lujos.

Solo hay que apuntar que de la misma forma lo hizo el PRI de hace 30 años y más atrás, lo cual de momento le resultó sumamente satisfactorio y pensó que así sería por siempre. La realidad le demostró que no.

II

Lo anterior viene a cuento por lo siguiente.

A contrapelo de quienes se ‘rascan las vestiduras’ (diría Martín Matrecitos, el exdiputado morenista de quien hasta el momento de redactar esta nota se desconoce su paradero) pregonando que en México vivimos una dictadura, lo que acabamos de ver en vivo y a todo color fue la vigencia de la separación de poderes, la autonomía de la SCJN y el ejercicio de los contrapesos que, con altas y bajas, mantienen la gobernabilidad en los cauces de la democracia.

Con todos los adjetivos que usted le guste poner, pero democracia y no dictadura.

Con una mayoría calificada de ocho votos contra tres, los ministros de la Suprema Corte echaron por tierra la columna vertebral de la política de seguridad pública que trazó el presidente Andrés Manuel López Obrador desde el inicio de su mandato.

Bien a bien, no se sabe qué pasó en aquellos días entre el triunfo electoral de 2018 y el arranque de la administración obradorista, pues de aquella bandera de campaña que prometía el regreso del Ejército a los cuarteles se pasó a la cesión desmesurada del poder a los militares, que no solo se mantuvieron en las calles, sino que ahora despachan desde oficinas de grandes empresas estatales relacionadas con la construcción y administración de infraestructura estratégica (puertos, aeropuertos, bancos, aduanas y ferrocarriles; refinerías).

Aunque esa es otra historia que tiene un capítulo muy interesante en la reciente revelación de Guacamaya Leaks sobre los suntuosos gastos del General Secretario Luis Cresencio Sandoval a diversos destinos del mundo, algunos de gran lujo y acompañado de familiares, amigos y escoltas.

Pero el punto inicial era el del revés que le propinó la SCJN al jefe del Ejecutivo al declarar inconstitucional la adscripción administrativa y operativa de la Guardia Nacional a la Sedena, por lo que esa corporación civil (integrada en un 90 por ciento por militares y jefaturada por militares), pasará a la Secretaría de Seguridad.

Y la sentencia es inatacable. Ya no hay recurso legal para revertirla.

No es el primer revés que los otros poderes (el Legislativo y el Judicial) le asestan al Ejecutivo. Uno de los más dolorosos para el gobierno de López Obrador fue la reforma electoral, rechazada en el Congreso de la Unión y el ‘Plan B’ que pretendía rescatar algunos puntos de la misma y que no pasó en la Suprema Corte. Ni qué decir del descarrilamiento de su candidata a presidirla, la señora Yasmín Esquivel, de quien no hace falta más comentarios.

El otro sucedió ayer con la declaratoria de inconstitucionalidad de las reformas a leyes secundarias que traspasan la Guardia Nacional a la Sedena.

Más allá del mal humor presidencial, no se sabe con certeza si esto modificaría (y cómo) la política de seguridad desarrollada hasta el momento, pero es obvio que tensará aún más las cuerdas de la relación entre el Ejecutivo y la SCJN.

La sentencia llega además en mal momento. Justo cuando el tema del combate al crimen organizado ha llevado la relación con Estados Unidos a los límites de una crisis aderezada con el intervencionismo Yanqui que en una operación encubierta infiltró al mismísimo cártel de Sinaloa hasta sus mandos más altos, derivando de allí acusaciones contra 28 jefes de esa organización criminal, incluyendo a los hijos de Joaquín Guzmán Loera “El Chapo”.

Si la DEA infiltró al cártel de Sinaloa, ni usted ni yo queremos saber la de cosas que habrán descubierto, sobre todo en materia de relaciones entre ese grupo criminal y las corporaciones policiacas y militares mexicanas, cuando no del poder civil.

Hay fundadas razones para la preocupación del lado mexicano. Primero por la condenable, deleznable y abusiva injerencia norteamericana que atenta contra la soberanía nacional y el derecho del pueblo de México a la autodeterminación.

Y en el plano de las elites, por lo que puede significar para el actual gobierno la información que en manos de EEUU, podría revelar la eventual implicación de mandos civiles, policiacos y militares en el negocio global del crimen organizado.

II

Por extraño que parezca para el conservadurismo fifí, en gruesas capas de la población mexicana y en un sector de la clase política hay gente que ve en López Obrador a un político de excepción, un corredor keniano, un líder de los que nacen cada cien años, cuando no la encarnación de la santísima trinidad Juárez-Madero-Cárdenas; una deidad en la que el error no existe y las equivocaciones menos.

Pero incluso algunos de ellos, por lo bajo, aceptarán que si las reformas trascendentes (energética, laboral, electoral, de seguridad) las hubiera propuesto en la primera mitad de su sexenio, habrían pasado sin mayor trámite y no estaría ahora metido en todo este embrollo que apunta más a la complicación que a la distensión.

Durante sus primeros tres años tuvo el presidente una mayoría calificada, no ganada en las urnas, pero sí en la negociación y la cooptación de legisladores, hay que decirlo, pero mayoría calificada al fin, que le habría facilitado las cosas.

Pero, acaso en la euforia de los 30 millones de votos que lo llevaron al poder como el presidente más legitimado de la historia, calculó que tres años después, en 2021 no solo repetiría la hazaña arropado por su espectacular popularidad y su irrebatible liderazgo.

La realidad es que en las elecciones intermedias del 21, Morena perdió al menos diez millones de votos y la mitad de las preferencias en la Ciudad de México, emblemática sede del voto por la izquierda, incluso antes de que la gobernara por primera vez en 1997 con Cuauhtémoc Cárdenas.

Hoy que se consume su penúltimo año de gobierno, con la sucesión presidencial en marcha (y consecuentemente las naturales disputas internas por el poder), con una base social disminuida y con una buena cantidad de expectativas rotas sobre todo en materia de salud, economía, seguridad pública, el escenario luce complicado.

Asumamos que no está en riesgo la continuidad de su proyecto de nación. Asumamos que su liderazgo y el replanteamiento de las políticas de atención a los más pobres le garantizan una base social suficiente para sacar adelante su propia sucesión. Asumamos también que la oposición partidista no tiene ni liderazgos, ni oferta ni base social que se acerque siquiera a la épica marejada de 2018 que llevó a Andrés Manuel a la presidencia.

Quien lo suceda en el cargo, sin embargo y asumiendo que será de su propio partido, tendrá que lidiar con una correlación de fuerzas no solo en las cámaras y la Suprema Corte, sino en las calles y en las urnas, muy diferente a la de los últimos cinco años.