Por Arturo Soto Munguía
Lo ocurrido ayer en las afueras de la Suprema Corte de Justicia de la Nación debería ser una señal de alerta sobre el rumbo que está tomando la disputa por el poder político en el país: el enfrentamiento de grupos civiles en la calle, apostando a la superioridad numérica más que a las razones, que por cierto salen sobrando cuando de lo que se trata es de avasallar al contrario, no puede ser un buen presagio.
Un grupo de simpatizantes de Morena mantenían desde hace más de un mes, un plantón en la SCJN. La manifestación, pacífica pero ruidosa; sin violencia, pero llena de simbolismos admonitorios y fúnebres, se reforzó desde el pasado 20 de mayo con gente que llegó desde Veracruz encabezada por el gobernador morenista de aquella entidad, Cuitláhuac García.
Los manifestantes exigen la cabeza (casi literal) de la presidenta de la SCJN, Norma Piña y de los ministros y ministras que han estado votando en contra de iniciativas y decretos emitidos por el presidente Andrés Manuel López Obrador. El propio presidente mantiene desde hace tiempo, pero en las últimas semanas con mayor virulencia, una narrativa feroz contra la SCJN en general y contra la ministra Norma Piña en particular.
El presidente, los 22 gobernadores de Morena (y aliados), legisladores y dirigentes políticos militantes de la 4T están empujando en favor de una reforma constitucional para que los magistrados de la SCJN sean electos por el voto popular. Esa reforma no podrá ser mientras sus promotores no tengan la mayoría calificada en el Congreso y por eso el tema escaló hasta lo político-electoral, con el famoso ‘Plan C’ que, impulsado desde Palacio Nacional apunta a conquistar esa mayoría en 2024.
Pero ayer, una nutrida marcha convocada por organizaciones contrarias al presidente y a su proyecto de nación, desalojaron no sin violencia a los manifestantes en el plantón. Arrancaron sus carteles y lonas, destrozaron sus casas de campaña y hubo enfrentamientos físicos. La policía capitalina tuvo que intervenir para cubrir la retirada de los manifestantes.
Al margen de ingenuidades, nadie puede sostener que el plantón de morenistas contra Norma Piña es un acto civil espontáneo, pero hay suficientes elementos para creer que está alentado (y financiado) desde instancias del gobierno y su partido; de la misma forma, nadie puede sostener que la marcha que arrasó con el plantón es un acto civil espontáneo, pero hay suficientes elementos para creer que estuvo alentado (y financiado) por élites adversas al obradorismo.
Estamos pues frente a una disputa que se está dirimiendo en las calles, inflamada por una narrativa cada vez más visceral y cada vez más reduccionista en ambos bandos: izquierda y derecha, liberales y conservadores, fifís y chairos…
Vaya cosa.
Pero no es asunto menor. Ese reduccionismo ha permeado en amplios sectores sociales (de uno y otro bando) y ha dinamitado familias y relaciones de amistad, de trabajo, de estudios, de convivencia.
Entre lo ocurrido ayer en la SCJN y la posibilidad del linchamiento homicida al amparo de las turbas solo media una arenga, ya desde palacio, ya desde cualquiera de los frentes que ayer tomaron la calle y arrasaron inopinadamente hasta con las cruces en memoria de los niños fallecidos en el incendio de la Guardería ABC o los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa.
Hay un elemento a considerar. Hasta el año pasado, las calles y las plazas, las movilizaciones sociales parecían ser patrimonio del obradorismo, mientras sus adversarios difícilmente marcaban presencia. Fue épico aquel espectáculo de las casas de campaña vacías volando por el cielo del zócalo capitalino durante un plantón convocado por la organización Frenaa, en octubre de 2020.
Era un plantón ‘de a mentiritas’ con carpas abandonadas que no resistieron un inopinado ventarrón.
Pero el 13 de noviembre del año pasado, miles de personas se manifestaron en el Monumento a la Revolución. El presidente los despreció y, minimizándolos, lanzó el reto de que llenaran el zócalo.
Le tomaron la palabra y el 26 de febrero de este año, pusieron el zócalo a reventar en una manifestación en defensa del INE. Cientos de miles se reunieron esa vez y otros tantos replicaron la movilización en las principales ciudades del país.
El presidente acusó el golpe. Se vio obligado a modificar su agenda (cosa que no suele hacer) y adelantar un informe de gobierno que oficialmente daría el 1 de diciembre, cambiándolo para el 27 de noviembre. Obviamente esa movilización rebasó cualquier otra que se haya registrado en el país, pues no se escatimaron recursos para llevar cientos de miles de personas, desde todos los estados a la manifestación.
En marzo pasado, el día 18, conmemoración de la expropiación petrolera repitió la dosis y todo el aparato de Estado operó para movilizar un mar de gente. Si desde la oposición AMLO era capaz de atiborrar el zócalo, como presidente y con el apoyo de 22 gobernadores aquello era pan comido.
Sin embargo las calles ya no son solo suyas. La manifestación de ayer, con todo y no ser multitudinaria fue suficiente para desalojar el plantón de sus afines en la SCJN.
Obviamente ese golpe no quedará sin respuesta. Si alguien tiene experiencia, capacidad y recursos para el desagravio, es el presidente y su partido.
El problema es calcular el límite de las confrontaciones callejeras, sobre todo cuando hay dos procesos electorales estatales en puerta para el próximo domingo en el Estado de México y en Coahuila. Según las proyecciones, la candidata de Morena en el primero, Delfina Gómez no tendría mayores dificultades para alzarse con el triunfo, y en el segundo, Armando Guadiana perdería ese estado para la causa morenista.
Pero en ninguna de esas entidades se descartan conflictos poselectorales ni incidentes el día de la votación.
En un contexto tan erizado y con los ánimos tan caldeados, tampoco son improbables los episodios de violencia.
Esto, más lo que se acumule rumbo al 2024, fecha de la sucesión presidencial marcarán la dinámica de esa transición y por lo que se observa, no será un lecho de rosas.