Por Arturo Soto Munguía
Van a decir que cómo chingo con las mantarrayas, pero antes de que comiencen con el sobado “¿Dónde estabas tú cuándo…?, les dejo al menos dos casos en que igual la hicimos de pedo ante presuntos actos de biocidio, es decir, toda acción que atente contra la vida de algún animal.
El primero data de 2013, cuando algunos de ustedes eran más jóvenes y sus sueños más acariciados tenían más relación con el sube y baja de los métodos manuales y no con la esperanza de que el Congreso redujera a 18 años la edad para aspirar a ser diputad@ y a 25 para ser secretari@ de Estado, como acaba de ocurrir para beneplácito de los liderazgos nacionales en estado embrionario.
Los más maduritos quizás se acordarán de aquellos días aciagos en que aparecieron en estado de rigor mortis al menos una treintena de pichones en la santísima catedral de Hermosillo.
Los estudios forenses determinaron que aquellas aves del Señor habían fallecido por la ingesta de algún tipo de veneno que, se sabría después, les fue suministrado en generosas dotaciones de trigo espolvoreadas con estricnina, un potente químico muy usado por los agrotitanes de la Costa para eliminar plagas, sobre todo de roedores.
“Antes de morir los pichones pierden el equilibrio y se proyectan en contra del piso, además de arrojar un líquido viscoso y oscuro de su pico, aletean con desesperación y finalmente se quedan inmóviles”, reza el testimonio de Guillermo Alonso, uno de los vecinos preocupados por este caso que conmovió a los hermosillenses de acuerdo a declaraciones dadas a la prensa en ese entonces.
También se supo que los pichones habían pasado a mejor vida no por suplantar la identidad del Espíritu Santo, sino porque entre otras cosas se convertido en fauna sacrílega que inopinadamente cubría con pertinaz bombardeo de sus excrementos el sacro recinto cardenalicio, dañando pinturas, retoques y hasta santitos y otras representaciones de la fe católica.
En descargo hay que decir que a los estrategas de control de crisis en Catedral se les ocurrieron varias ideas para deshacerse de tan apóstatas plumíferas. La primera de ellas fue colocar alambres con púas y puntiagudas herrerías en los tejados para evitar que desde allí siguieran atrincherando para continuar su lluvia de cacas.
Cabe mencionar que los pichones y pichonas no solo atentaban contra el poder eclesiástico, sino contra el poder laico que tiene su sede justo enfrente de Catedral, como suele suceder en cualquier pueblo mexicano que se precie de recordarnos la santa alianza y las desavenencias entre el poder laico y el religioso. Así que las aves también llegaban a Palacio de Gobierno a depositar sus cacas en paredes, estatuas y en cualquier descuidado parroquiano que despistadamente caminara por las orillas del histórico edificio.
Menos cavernario que la iglesia, el poder civil optó por medidas menos radicales y decidió colocar en las torres de Palacio unos tecolotes de aluminio aerodinámicamente diseñados para girar con el viento y producir ciertos sonidos que de acuerdo con los ingenieros en aves de estómagos sueltos serían suficientemente amenazadores para ahuyentarlas y convencerlas de que tenían completamente a salvo su sacrosanto derecho a defecar donde sus respectivos culos les diera la no muy santa gana, siempre y cuando no lo hicieran en la sede del poder civil sonorense.
Pero ¡Oh decepción! Un día cualquiera nos encontramos con que los coquetos tecolotitos y toda su amenazante y metálica figura terminaron sirviendo como sitio de descanso para aquellos emplumados seres que de pronto aparecieron posando sobre ellos, girando al suave gusto del viento crepuscular hermosillense y cagando también sobre esas figuras.
Obvio, el gobierno de aquel entonces mandó quitar aquellas figuras de aluminio que para entonces ya estaban cubiertas de mierda de pichones, tanto o más que la catedral. Pero en la santa sede del cristianismo peculiar hermosillense se optó por medidas más cercanas al exterminio que a la cristiana convivencia.
Así fue que a alguien se le ocurrió envenenar a los pichones de Catedral y allí amanecieron un día, tiesos hasta las plumas, aquellos pajarillos que no habían cometido más pecado que desahogar sus intestinos sobre las sacras paredes de la casa de Cristo.
Fue un pichonicidio, pero es hora de que, muchos años después eso sigue sin tipificarse como delito, de manera que no hubo responsables ni castigo. Es más, el episodio se olvidó con frescura porque entre otras cosas, eran tiempos en que la vocación animalista no estaba muy arraigada y apenas se estaba olvidando que pocos años antes, la normalidad infantil pasaba necesariamente por salir a las calles, resortera en mano para tumbar, no digo de árboles y cableados, sino de tejados y señalamientos viales cualquier ave que llegara a descansar sus alas, llámese gavilán o paloma, chanate o gorrión, cardenal o perico.
El caso es que aquel pichonicidio amerita alimentar la memoria social porque de acuerdo a la crónica de aquellos años, el autor intelectual de tal ‘pichonocausto’ fue su excelentísima santidad Don Carlos Quintero Arce, hombre de Dios en la tierra e interlocutor directo e irremplazable para la negociación siempre bendecida de indulgencias que, desde luego, no podía pagar la gente de las orillas y los cerros, antes de que las orillas y los cerros se convirtieran en el hábitat lujoso, confortable y excéntrico de la burguesía local y la clase media trepadora que se codea en las alturas y la bucólica paz de las áreas rurales con exitosos empresarios y sospechosos personajes de no menos sospechosas fortunas.
Ese fue el primer caso. El autor intelectual, desde luego, salió ileso, indemne, perdonado y hasta idolatrado, porque las palancas con el de hasta mero arriba funcionan. Hagan de cuenta como parece sucederá con Francisco Garduño, del Instituto Nacional de Migración, después de que 40 migrantes centro y sudamericanos fallecieran quemados y asfixiados en un centro de detención en Ciudad Juárez.
Finalmente, los pichones muertos no eran más que unos pájaros cagones, herejes, apóstatas y por si fuera poco, ateos irreverentes.
Don Carlos Quintero Arce se fue al cielo (eso quiero creer) y con él todos y todas quienes le besaron el anillo en misa quedaron con un vacío en sus corazones y resignados finalmente a que nada es eterno, salvo Dios y las cacas de los pichones que siguen adornando las paredes y tejados de Catedral y Palacio.
Los pichones de Catedral se murieron envenenados, lo que viene siendo un final menos feliz al de aquellos que se posaron en los búhos de aluminio que el gobierno mandó diseñar para ahuyentarlos, lo que más de veinte años después no ha sucedido, porque las nuevas generaciones de reporteros y reporteras que se acercan a Palacio o a Catedral aún cuidan sus outfits de esas manchas no tan pestilentes como incómodas como suelen ser esos inesperados momentos en que te caga un pájaro, así sea la encarnación bíblica del Espíritu Santo, o así alguien trate de convencerlos, infructuosamente, de que tal evento es de buena suerte.
Resumen: no pasó nada. Don Carlos se murió, hubo duelo doloroso en La Pitic (poquito) y en otras colonias que ya habían albergado a los ricos de Hermosillo (mucho). De los pichones muertos, como en la versión inicial de La Camelia, nunca más se supo nada.
Pero sí fue un pichonicidio, ni más ni menos, aunque no sea política ni gramaticalmente correcto decirlo.
El segundo caso también tiene que ver con la religión, porque el autor intelectual pertenece, milita en una secta de esas que poco a poco y cambiando lo que haya que cambiar, ya se metieron hasta el tuétano del gobierno aprovechando las creencias de la gente.
Así fue que hace años, en 2011 para ser exactos, el alcalde de San Luis Río Colorado, Manuel de Jesús Baldenebro ofreció 200 pesos (¡200 pesos!) por cada perro callejero que le fuera entregado al Ayuntamiento para su sacrificio.
Cuando se denunció esa cavernaria política pública, el entonces alcalde salió en su propia defensa y dijo que era una mentira orquestada por sus enemigos políticos. Que no se habían sacrificado 17 mil perros, sino 14 mil y lo habían hecho “mediante la inyección de dosis intravenosas de Ketamina, Zoteil y Xilazina, “las cuales duermen al perro y no permiten sufrimiento alguno”.
El señor Baldenebro sabía de lo que hablaba, dada su condición de médico cirujano y partero.
Claro, esto fue en 2011 y al único que le rindió cuentas Manuel Baldenebro fue a su jefe, que en ese entonces era Guillermo Padrés. Y Padrés no solo lo perdonó, sino que lo envió después a colonizar a Morena desde las bases sociales de las iglesias cristianas.
Hoy, Manuel Baldenebro es diputado federal de Morena y desde allí promueve toda clase de iniciativas en favor del progresismo (risas grabadas).
Estos casos vienen a colación solo para documentar que no siempre documentar los errores del pasado sirve para no repetirlos, y ahí tienen ustedes que en Huatabampo, un municipio costero en el sur del estado, la directora de ecología local, Elizabeth Guerrero Moreno mandó a sus empleados a cortar los aguijones de las mantarrayas en la playa de Huatabampito, para que no picaran a los bañistas en temporada vacacional, que coincide con la época de reproducción de esos animalitos.
Según sus iniciales declaraciones, quien dio la orden fue el alcalde Jesús Flores, aunque este negó los cargos y cesó a la funcionaria, aunque hay versiones en el sentido de que solo la cambió de puesto y en su propia defensa, el alcalde dijo que tal funcionaria llegó a ese cargo no por sus capacidades y conocimiento en el tema ambiental-animalista, sino por un compromiso de campaña.
Con estos bueyes hay que arar…
PD.- En el despacho anterior publicamos, citando fuentes de la política huatabampense, que el personaje detrás de las negociaciones para que Moreno Guerrero llegara a ese cargo es Adolfo Salazar Razo, en ese entonces dirigente estatal de Morena y hoy flamante jefe de Oficina del gobernador Alfonso Durazo.
Ayer por la mañana, Salazar Razo se comunicó con este tecleador para deslindarse de tal versión y sostuvo, amable pero categóricamente que él no tuvo nada que ver con esa ni con cualquier otra negociación en la integración de planillas ni mucho menos de gabinete.
Consignamos sus dichos para los efectos a que haya lugar y en atención al no menos sacrosanto derecho de réplica.