Por: Arturo Soto Munguía
El 29 de junio de 2011 se aprobó en el Congreso del Estado la Ley de Participación Ciudadana. Entre otros, este ordenamiento contempla mecanismos como el plebiscito, el referéndum, la iniciativa popular, la consulta vecinal y la consulta popular para que los ciudadanos podamos incidir en las decisiones de gobierno, antes y después de que sean tomadas.
La memoriosa lectora, el olvidadizo lector podrían actualizar mi base de datos donde por más que busco, no encuentro uno solo de estos ejercicios que se hayan realizado a lo largo de más de diez años de aquella fecha. Los instrumentos de consulta popular existen incluso en nuestra constitución estatal, pero no los usamos ni los promovemos, pese a que serían de mucha utilidad para resolver asuntos de interés público.
Lo anterior viene a cuento a propósito de la próxima consulta nacional para la revocación de mandato que se llevará a cabo dentro de 44 días, es decir el próximo 10 de abril.
El 17 de diciembre de 2021 el INE determinó en una votación de 6 a 5, aplazar la consulta argumentando falta de recursos para su realización, después de que la Cámara de Diputados recortara su presupuesto en más de 4 mil millones de pesos, mientras que para llevar a cabo la consulta se requerían 3 mil 830 millones y el instituto contaba con una bolsa de mil 500 millones.
A esto le siguió un intenso debate, un choque frontal entre la presidencia de la República y el INE; entre Morena y sus aliados por una parte, y por la otra la oposición agrupada en el resto de los partidos políticos y otras organizaciones. Finalmente, una semana después la SCJN ordenó al INE llevar a cabo la consulta con los mil 500 millones de pesos.
Ese es un apretadísimo resumen del proceso frente al cual estamos. Ahora lo que sigue es el dilema: ¿votar o no votar en la consulta?
Aunque el INE es el encargado de organizarla, Morena y sus aliados andan a todo tren promoviendo la participación en la misma. Por el lado de la oposición, digamos que el segmento más importante está llamando a no participar. Ambas posiciones se sustentan en argumentos.
Los primeros ponderan la oportunidad histórica de hacer valer el voto ciudadano para decidir en las urnas si el presidente debe continuar o no su mandato, lo cual sentaría un precedente en materia de cultura democrática.
Los segundos sostienen que se trata de un ejercicio dirigido básicamente a los simpatizantes del gobierno federal, que significa un derroche de recursos para conseguir un resultado no solo previsible a favor del mandatario, sino inútil en tanto que difícilmente se logrará una participación del 40 por ciento de la lista nominal, requerido para que la consulta sea vinculante.
Estamos ante un curioso caso en el que ambas partes tienen argumentos poderosos, y seguramente si una estuviera en el lugar de la otra, probablemente los argumentos también se rotarían.
Es claro que a pesar del bombardeo mediático, el presidente mantiene niveles de popularidad muy altos y ganará holgadamente la consulta para seguir al frente del gobierno. Queda clarísimo también que en México, donde usualmente la mitad de la lista nominal (y no pocas veces, más de la mitad) desprecia su encuentro con las urnas en procesos normales, organizados con todos los recursos humanos, materiales, económicos y propagandísticos, en una consulta como la que se plantea, la concurrencia será más baja.
En su momento estelar en 2018, el entonces candidato obtuvo poco más de 30 millones de votos, una cifra inédita para llegar a la presidencia en México. Para que esta consulta sea vinculante se requieren aproximadamente 36 millones de votos.
El reto, sin embargo es extraordinario en términos de cultura democrática y participación ciudadana. Si la oposición atisbara una mínima posibilidad de hacer ganar el ‘no’, hace mucho que estuvieran promoviendo la movilización de sus seguidores. Por eso no están llamando a votar por el ‘no’, sino a abstenerse para no validar un ejercicio en el que serían apabullados.
Así, el llamado al abstencionismo, que nunca ha tenido una inspiración democrática, es producto fundamentalmente de un cálculo político-electoral: el presidente y su partido saldrían fortalecidos de ese ejercicio, y llegarían ‘embalados’ -como se dice en la jerga deportiva- a las elecciones intermedias de junio, en las que además de la Cámara de Diputados se renovarían congresos locales y ayuntamientos en todo el país, y las gubernaturas en seis estados.
En descargo hay que decir que el presidente y su partido tienen también ese cálculo político. Del éxito de la consulta depende en alguna medida el estado anímico y las condiciones en las que llegarían a la elección dos meses después, aun cuando hasta ahora las tendencias les son favorables en la mayoría de los casos.
En ese contexto, salir a votar ya sea a favor o en contra es una decisión personalísima que cada quien habrá de sopesar en su momento a partir de sus propias lecturas del momento histórico.
Un escenario ideal sería que al menos los ciudadanos que usualmente acuden a las urnas (más o menos el 50% de la lista nominal) lo hicieran en ese ejercicio. El resultado sería vinculante y tendría que ser acatado, ya sea que el presidente se quede (como incluso buena parte de la oposición quiere, argumentando que fue electo por seis años) o que se vaya, como lo manifiestan algunos que por cierto no acudirán a las urnas bajo las premisas señaladas líneas arriba.
En abstracto, el ejercicio ofrece una magnífica oportunidad para hacer valer la voluntad popular y contribuye enormidades al fortalecimiento de la cultura democrática que tanta falta hace en el país.
En lo concreto, sin embargo está cruzado por esas líneas del cálculo político no exento de mezquindades cortoplacistas y también, por qué no decirlo, de los viejos vicios y trampas electorales que aún persisten en nuestra clase política (como los cientos de miles de firmas que resultaron con inconsistencias tan solo en la recolección previa para validar la consulta).
En resumen, el ejercicio de revocación debería ser visto no solo en el contexto de la coyuntura, sino en una perspectiva de largo plazo como un ejercicio didáctico de cultura democrática que en algún tiempo podría convertirse en una práctica normalizada para evaluar y ratificar o deponer gobiernos por la vía pacífica.
Pero en un clima de tanta polarización, de un debate tan visceral como el que vivimos en estos días, al parecer ni siquiera estamos listos para esta conversación.
II
Anoche asesinaron a Jorge Camero, secretario particular del alcalde de Empalme, Luis Fuentes. Camero tenía una larga carrera en la comunicación, señaladamente en radio, y en sus últimos días dirigía un medio digital: “El Informativo”.
Más temprano, fue encontrado el cuerpo sin vida de quien se presume es la persona que apareció en un video mientras era ‘levantado’ por un grupo de hombres armados en San Luis Río Colorado.
La delincuencia organizada no da tregua.
No hay un asesinato más grave que otro, pero en el caso de Camero es doblemente preocupante porque es el segundo funcionario municipal de Empalme ejecutado en menos de un mes. El otro fue el director de informática Daniel Palafox Suárez, involucrado por cierto en la investigación del asalto a la casa del exdiputado Rodolfo Lizárraga.
Un tema muy escabroso porque tiene como telón de fondo lo que a todas luces parece un ajuste de cuentas por deudas adquiridas para financiar campañas electorales.
Cuando el crimen organizado se entrecruza con la política, no puede ser de ninguna manera, una buena señal.